jueves, 2 de enero de 2014

Relatos de un caminante...


¡El Doctor ha regresado!

    La balacera fue espantosa y sangrienta en la casa campesina. Se desencadenó algo que pudo haberse evitado con un poco de prudencia y sagacidad, pero ocurrió lo contrario y fatal que dejó tres cadáveres en el piso. Acababan de matar a un juez y el caso era muy grave. El pueblo se conmocionó con la noticia y al ver llegar los cadáveres de los asesinados.  Vino el velatorio, el abogado en la que fue su oficina y de los otros en sus casas.
    
Pasaron los días y las semanas y poco a poco el incidente fue hacia el olvido. Sólo algunos recordaban después aquel infausto acontecimiento.
   
  Transcurrió el tiempo y un día llegaron al pueblo unos niños para vacacionar, disfrutando de día con el sol radiante y el viento y de noche en la casa a dormir temprano porque las calles con su oscuridad nada ofrecían, siquiera conversando y contando cuentos.

- Bueno niños, dijo el papá en la primera noche. Todos a dormir.
   
  Mamá hizo rezar a los cinco chicos, la mayor de doce años y el último de seis. Como era la costumbre en ese caso, colocaban colchones en el suelo, almohadas y cobijas, todos juntos en rondador con la luz de una vela pegada al entablado. Se fueron los papás a un cuarto del primer piso y los niños quedaron con sus últimos diálogos infantiles. El cuarto era tan grande que podían caber por lo menos cuarenta, pues había sido hasta hace poco oficina del juez y al último, lugar de su velatorio. De este detalle los niños casi nada sabían, además, habían cosas más importantes para ellos.
   
  Serían las diez de la noche cuando Froilán, el mayor, todavía no lograba conciliar el sueño, pensando en lo que haría el día siguiente, pescar bagres en el rio con otros chicos o jugar con la pelota que su papá le había regalado. Sus hermanos dormían.
  
  De pronto, en medio del silencio total, un sonido le hizo abrir lo ojos y poner atención. Provenía de una pequeña puerta de una bodega adyacente al cuarto conectada al piso con una grada de tres escalones. Eran pisadas fuertes, alguien bajaba las gradas, una, dos, tres, cuatro pasos más y se aproximó a la puerta del improvisado dormitorio, tomó la armella y abrió un poco la puerta, como observando el interior por unos instantes. A partir del bajar de gradas, Froilán se cubrió el rostro con la cobija. Sudor frío. Estaba petrificado, aterrorizado. Sólo faltaba que aquel visitante misterioso camine un metro y medio más y lo pise en la superficie del suelo. Habría sido fatal. El ser misterioso cerró la puerta, sonó la aldaba, dio tres pasos hacia la grada y subió cerrando la puerta.
    
  La noche para Froilán fue interminable. Apenas cantaron los gallos y aclaró el día, se levantó como una cimbra y preguntó a sus hermanos:

- ¿Escucharon anoche los pasos?
    
  Ninguno escucho nada, todos dormían como lirones. Es decir, el incidente no tuvo más testigos. Fue enseguida a reconocer la pequeña grada de tres escalones y por una ventana las cosas de adentro: una silla de montar, una botas viejas de cuero, sogas, vetas y otros enseres. Bajó apresurado al piso siguiente donde todavía dormían sus padres, golpeó la puerta y entró.

- ¿Usted papá subió de nuevo anoche a nuestro cuarto?
   
  La pregunta sorprendió a los padres. Froilán dijo asustado que no volvería a dormir en ese lugar, que diríamos, de experiencia paranormal.
    
  El día transcurrió sin novedad ni comentario alguno. Los niños olvidan pronto sus experiencias, sobre todo cuando no las comprenden. Pero vino la noche. Ahora a dormir en otro cuarto del mismo segundo piso, pero distante unos cuatro metros más allá del primero.
   
  Llegó la hora de descansar, puerta asegurada por dentro, cama general en el suelo, pero más lejos de la puerta. Y oh sorpresa. Más o menos a la misma hora se repitió el fenómeno: pasos bajando la grada de la bodega, pasos hacia la puerta, la puerta se abre, se cierra, suena la aldaba al soltarla, pasos a la grada pequeña, tres pasos hacia arriba y un sonido de la puerta de la bodega que se cierra. Esta vez había más de un testigo, María, la hermana de Froilán, de doce años.

- ¡Cierto!, dijo ella.

- ¡El Doctor ha regresado!


César Pinos Espinoza

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