martes, 4 de febrero de 2014

Relatos de un caminante




Conversando con Dios en el Cajas

     El paseo arrancó en la población de Sayausí, Ecuador, a las doce de la noche. El grupo de alegres amigos inició la marcha con el apoyo de un hombre que con su acémila transportaba las mochilas de los cinco excursionistas. ¿Por qué íbamos a esa hora y para qué? Sólo cuatro lo sabían. Yo desconocía las intenciones y objetivos pero me mostraba animoso y dispuesto a la aventura.  En dos horas de camino a través de una ruta que parecía carretera llegamos a la casa de don Lizardo, él estaba durmiendo pero se levantó para mostrarnos un lugar en donde podíamos descansar el resto de la noche. Ya amanecía y el frío era intenso. Creo que nadie durmió por la baja temperatura y quizás por el interés de ver algo novedoso al día siguiente.
  
  De pronto, cuando aclaraba la mañana, nos despertó el ruido de un automotor, era un bus que había llegado y transportaba a unas chicas que venían de paseo. Poco a poco comenzaron a bajar mientras nosotros nos apurábamos siquiera lavándonos el rostro y recogiendo nuestros enseres para atender a las recién llegadas. Aún no sabía de qué se trataba, los cuatro restantes sí. En todo caso me di cuenta de que eran estudiantes de un colegio de internado de Cuenca, todas procedentes de la costa. Había que ser atentos y ayudar, al menos esa era la consigna.

    Escogida la pareja, cada uno comenzó el ascenso hacia la laguna de Luspa. Yo iba con una bella chica de Guayaquil, llevando su mochila, y creo que simpatizamos rápido y mutuamente. Había que avanzar lo más pronto posible para aprovechar el tiempo, la tarde y la noche, según eran los planes. En el camino conversamos de todo: sus estudios, los míos…y cosas de la juventud. Siendo así la marcha y con semejante motivación para nosotros dos fue fácil coronar la cuchilla que se ve al frente de la laguna Toreadora, para en ese filo descansar un rato mientras veíamos que la caravana avanzaba y nos dábamos cuenta de que estábamos en los primeros lugares. Delante de nosotros sólo caminaban dos parejas. Con el día muy despejado y hermoso no había para perderse, sobre todo si uno de nuestro grupo conocía de palmo a palmo la zona. Por allí ocurrió un gran acierto inconscientemente: chupar naranjas que mi compañera llevaba en su mochila y arrojar las cascaritas en el camino. Quién creyera, eso sería mi salvación varias horas después. 

   Y bajamos y bajamos. Temas tras temas desfilaron a lo largo del trayecto, todo era felicidad, belleza natural y olvido del mundo, salvo de las miradas permanentes entre uno y otro, y haciendo de mí parte mil castillos en el aire. Qué linda, decía en mis adentros cada vez que la miraba. No tenía ni idea de lo que me iba a suceder después. Ella, de la alta sociedad de Guayaquil y este su servidor, un muchacho sencillo del pueblo. Difícil pero no imposible, me animaba. Una hora después ya estábamos en el filo de la Luspa. ¿Y ahora? A esperar que lleguen todos para comenzar la fiesta y el romance. Eso jamás sucedería. Comenzaron a arribar las chicas con sus acompañantes y así, ya se divisaba al resto de excursionistas.

   De pronto llegó un hijo de don Lizardo, el que guiaba nuestra acémila para comunicarnos un pequeño problema: la mula se había enfangado en el camino y había que ir para rescatar las mochilas y ayudar a sacar al animal. No hay problema, pensé, será cuestión de una media hora y ya, dado que el arriero nos aseguró que era por ahí nomás. Entonces, vale ganar tiempo y volver. Conversamos entre los cinco y decidimos ir al rescate. Me despedí de la chica y le dije que ya volvería en un rato, que me esperara. Observé en ella alguna inquietud -intuición de las mujeres- pero me respondí, son cosas de la edad. Me dijo, te espero, cuídate mucho y vuelve pronto. Para un muchacho deportista esa caminata adicional era lo de menos, pero…nunca retornaría.

   Tomé la delantera. Como ya conocía el camino o por lo menos creía conocerlo, no había dificultad. Mis compañeros conversando, conversando, venían atrás. Cada trecho les silbaba y les apuraba, ellos respondían y venían hacia mí. Y continuaba la marcha pensando encontrar por allí a la acémila y comenzar el trabajo, pero nada. Y silbaba y gritaba, mas, ya sólo el eco me empezaba a responder. Mejor me senté a esperar. Pasó un cuarto de hora, una media hora y nada. Volví a silbar y gritar, pero no había respuesta. Vi mi reloj, eran las diez de la mañana. Comenzó a bajar la neblina y ya no veía ni a tres metros de distancia, sin embargo, no me movía del lugar y del camino. De pronto la neblina se disipó y esperaba ver la cercana presencia de alguien…el silencio fue la respuesta y el principio de algo en verdad preocupante. Me puse a caminar más hacia arriba para tratar de divisar algo, pero cada vez me extraviaba más y es cuando me dije, ahora sí estoy perdido.

   El tiempo avanzaba lentamente, ya eran las once, las doce, la una de la tarde y todavía mantenía la serenidad; me decía, al fin es cuestión de caminar de regreso a la laguna por la ruta que tomé y en una hora ya todo habrá pasado, pero cuando quise hacerlo, no encontré ese camino. No sabía dónde estaba, pero caminaba por los pajonales y cada momento me veía en peores condiciones de orientación. Únicamente reflexionaba en que no debía dejar de caminar ni era momento de lamentaciones. Me acordaba del caso del joven hijo del doctor Ricardo Muñoz Chávez, alcalde de Cuenca, que se perdió por allí y lo encontraron días después muerto en una quebrada. Vino a mi memoria otro insuceso, el de Juan Montero, que abandonó su moto descompuesta y había decidido caminar para encontrar ayuda, pero que se extravió y murió a consecuencia de esa decisión fatal de dejar su máquina cuando pudo manejarla aunque se rompan los cauchos. Y siempre guardaba optimismo, pensaba que todo se puede con perseverancia y deseos de vivir. No debía decaer ni perder la confianza en mí mismo.

    Mi reloj ya marcaba las cinco de la tarde. El tiempo comenzó a pasar raudo, la neblina volvió a bajar. Esto es el fin, pensé. Ya eran las seis de la tarde, en unos minutos comenzará a oscurecer. La verdad es que no me había acordado de Dios hasta ese momento. Me senté en una piedra y dije: 

- Dios mío, no me dejes aquí, si es posible, aparta de mí ese cáliz, soy muy joven para morir, tengo la vida por delante y no soy malo, tú sabes. 

   De pronto oí una voz que me respondía: 

- No te preocupes, estoy jugando contigo. 

- Pero Señor, tú estás jugando y yo estoy desesperado, cómo es eso. 

   Él se rio: 

- No. Sólo quiero ver qué capacidad tienes para resolver tus problemas. Los hombres deben aprender a hacer uso de la inteligencia que les he dado para valerse de sí mismos y afrontar sus momentos difíciles. 

- Claro que sí, le insistí, pero en este momento ya no encuentro alternativa alguna, y tú juegas conmigo. 

  Volvió a reír: Mira, dijo, no te pasará nada, esto sólo es una prueba, te necesito para otros objetivos más importantes y tú tendrás que servirme, de modo que tienes que hacer un esfuerzo más y deberás recordar siempre esta lección, las locuras juveniles a veces conducen a la muerte y esa chica en quien estás inspirado no es para ti, lo hago para cambiar tu rumbo en la vida y te tengo un mejor porvenir, pero no te vuelvas a equivocar…

   Mi Interlocutor misterioso me cerró la comunicación y me dejó nuevamente solo. Oscurecía. En eso me fijé bien en un claro del camino a un metro de distancia, eran cascaritas de naranja. Me agaché, las besé y me aferré a la vida, no debo separarme de este camino, es lo último que me queda, pues, a lo mejor estoy soñando, delirando y jamás vi ni conversé con nadie. 

    Apenas unos metros más y me encontraba encaramado en el filo de la cuchilla y ya en la noche vi una luz lejana, era la casa de don Lizardo en Quínoas. A partir de ese momento es otra historia, caídas, levantadas, tropiezos, desgarres y sangre, un ganado que me persigue en la oscuridad y al fin, la casa de don Lizardo. Antes de entrar, los perros ladraban nerviosos, mientras yo alzando la mirada al cielo exclamaba: 

- ¡Gracias Señor! 

  Volvió Aquél a sonreír y me dijo: 

- ¡Cuánto te amo…!


César Pinos Espinoza