jueves, 17 de abril de 2014

Las Malvinas, un año después. Por: Gabriel García Márquez




Un soldado argentino que regresaba de las Islas Malvinas al término de la guerra llamó a su madre por teléfono desde el Regimiento I de Palermo en Buenos Aires y le pidió autorización para llevar a casa a un compañero mutilado cuya familia vivía en otro lugar. Se trataba —según dijo— de un recluta de 19 años que había perdido una pierna y un brazo en la guerra, y que además estaba ciego. La madre, feliz del retorno de su hijo con vida, contestó horrorizada que no sería capaz de soportar la visión del mutilado, y se negó a aceptarlo en su casa. Entonces el hijo cortó la comunicación y se pegó un tiro: el supuesto compañero era él mismo, que se había valido de aquella patraña para averiguar cuál sería el estado de ánimo de su madre al verlo llegar despedazado.

Esta es apenas una más de la muchas historias terribles que durante estos últimos doce meses han circulado como rumores en la Argentina, que no han sido publicadas en la prensa porque la censura militar lo ha impedido, y que andan por el mundo entero en cartas privadas recibidas por los exiliados. Hace algún tiempo conocí en México una de esas cartas, y no había tenido corazón para reproducir algunas de sus informaciones terroríficas. Sin embargo, revistas inglesas y norteamericanas celebraron este dos de abril el primer aniversario de la aplastante victoria británica, y me parece injusto que en la misma ocasión no se oiga una voz indignada de la América Latina que muestre algunos de los aspectos inhumanos e irritantes del otro lado de la medalla: la derrota argentina. La historia del joven inválido que se suicidó ante la idea de ser repudiado por su madre, es apenas un episodio del drama oculto de aquella guerra absurda.

Ahora se sabe que numerosos reclutas de 19 años que fueron enviados contra su voluntad y sin entrenamiento a enfrentarse con los profesionales ingleses en las Malvinas, llevaban zapatos de tenis y muy escasa protección contra el frío, que en algunos momentos era de 30 grados bajo cero. A muchos tuvieron que arrancarles la piel gangrenada junto con los zapatos y 92 tuvieron que ser castrados por congelamiento de los testículos, después de que fueron obligados a permanecer sentados en las trincheras. Sólo en el sitio de Santa Lucía, 500 muchachos se quedaron ciegos por falta de anteojos protectores contra el deslumbramiento de la nieve.

Con motivo de la visita del Papa a la Argentina, los ingleses devolvieron mil prisioneros. Cincuenta de ellos tuvieron que ser operados de las desgarraduras anales que les causaron las violaciones de los ingleses que los capturaron en la localidad de Darwin. La totalidad debió ser internada en hospitales especiales de rehabilitación, para que sus padres no se enteraran del estado en que llegaron: su peso promedio era de 40 ó 50 kilos, muchos padecían de anemia, otros tenían brazos y piernas cuyo único remedio era la amputación, y un grupo se quedó interno con trastornos psíquicos graves.
 
“Los chicos eran drogados por los oficiales antes de mandarlos al combate”, dice una de las cartas de un testigo. “Los drogaban primero a través del chocolate, y luego con inyecciones, para que no sintieran hambre y se mantuvieran lo más despiertos posible”. Con todo, el frío a que fueron sometidos era tan intenso que muchos murieron dormidos. Tal vez fueron los más afortunados porque otros murieron de hambre tratando de extraer la pasta de carne que se petrificaba dentro de las latas. En este sentido, mucho es lo que se sabe sobre la barbarie de la logística alimenticia que los militares argentinos practicaron en las Malvinas. Las prioridades estaban invertidas: los soldados de primera línea apenas si alcanzaban a recibir unas sardinas cristalizadas por el hielo, los de la línea media recibían una ración mejor, y en cambio los de la retaguardia tenían a veces la posibilidad de comer caliente.
 
Frente a condiciones tan deplorables e inhumanas, el enemigo inglés disponía de toda clase de recursos modernos para la guerra en el círculo polar. Mientras las armas de los argentinos se estropeaban por el frío, los ingleses llevaban un fusil tan sofisticado que podía alcanzar un blanco móvil a 200 metros de distancia, y disponían de una mira infrarroja de la más alta precisión. Tenían además trajes térmicos y algunos usaban chalecos antibalas que debieron ocasionarles trastornos mentales a los pobres reclutas argentinos, pues los veían caer fulminados por el impacto de una ráfaga de metralla, y poco después los veían levantarse sanos y salvos y listos para proseguir el combate. Las tropas inglesas estaban una semana en el frente y luego una semana a bordo del “Canberra”, donde se les concedía un descanso verdadero con toda clase de diversiones urbanas en uno de los parajes más remotos y desolados de la Tierra.

Sin embargo, en medio de tanto despliegue técnico, el recuerdo más terrible que conservan los sobrevivientes argentinos es el salvajismo del batallón de “gurkhas”, los legendarios y feroces decapitadores nepaleses que precedieron las tropas inglesas en la batalla de Puerto Argentino. “Avanzaban gritando y degollando”, ha escrito un testigo de aquella carnicería despiadada. “La velocidad con que decapitaban a nuestros pobres chicos con sus cimitarras de asesinos era de uno cada siete segundos. Por una rara costumbre, la cabeza cortada la sostenían por los pelos y le cortaban las orejas”. Los “gurkhas” afrontaban al enemigo con una determinación tan ciega que de 700 que desembarcaron sólo sobrevivieron setenta. “Estas bestias estaban tan cebadas que una vez terminada la batalla de Puerto Argentino, siguieron matando a los propios ingleses hasta que éstos tuvieron que esposar a los últimos para someterlos”.

Hace un año, como la inmensa mayoría de los latinoamericanos, expresé mi solidaridad con Argentina en sus propósitos de recuperación de las Islas Malvinas, pero fui muy explícito en el sentido de que esa solidaridad no podía entenderse como un olvido de la barbarie de sus gobernantes. Muchos argentinos e inclusive algunos amigos personales, no entendieron bien esta distinción. Confío, sin embargo, en que el recuerdo de los hechos inconcebibles de aquella guerra chapucera nos ayude a entendernos mejor. Por eso me ha parecido que no era superfluo evocarlos en este aniversario sin gloria. Como nunca me parecerá superfluo preguntar otra vez y mil veces más —junto a las madres de la Plaza de Mayo— dónde están los ocho mil, los diez mil, los quince mil desaparecidos de la década anterior.

El Espectador.

¡Milagro en El Cajas!




Es ésta, posiblemente, nuestra quinta versión sobre un hecho inexplicable sucedido hace algunas décadas, a lo mejor entre los años 67 y 70. Habíamos recibido una invitación por parte de amigos de Cuenca para participar en una excursión al Cajas, previa preparación con el fin de acordar en cuanto a lo que teníamos que llevar cada uno de los cinco. Debíamos concurrir con una mochila y los elementos fundamentales para montaña. El día llegó. La primera etapa era trasladarnos a Sayausí en las primeras horas de la noche. Allí debíamos contratar una acémila y un guía para llevar nuestros equipajes. En ese punto durante más de dos horas se habló de todo, menos de lo fundamental, el objetivo último del paseo. A eso de la medianoche comenzamos la caminata hacia Quínoas, al comienzo en animada conversación, luego y poco a poco en silencio, tratando de llegar lo más pronto a la posada de don Lizardo Guevara. Llegamos al lugar más o menos a las cuatro de la madrugada, y como no había camas, nos tocó dormir en el suelo del zaguán, tapados cada uno con lo que había llevado. Dormir fue imposible, el frío de la madrugada era intenso y en poco tiempo vimos aclarar el nuevo día.



De pronto a las seis de la mañana se escuchó el ruido de un vehículo, era un bus que venía desde Cuenca con un grupo de chicas de un colegio de internado de la ciudad, todas ellas procedentes de la Costa. Nos levantamos automáticamente y nos arreglados al apuro, ya estábamos dispuestos para recibir a las recién llegadas. Con eso estaba claro: los compañeros de la aventura habían estado previamente en conocimiento de aquel paseo. Acudimos enseguida a recibirlas y a prestarnos como guías y acompañantes. La consigna era: cada uno debía buscar su acompañante para emprender la caminata hacia la laguna. De nuestra parte hicimos lo indicado y empezamos a caminar con una de ellas. No fue difícil escoger, todas eran bellas y había que tomar su mochila, y manos a la obra, ascender, primero hasta el pie de la cuchilla que queda  a la altura de la laguna Toreadora y luego en “fila india”, lentamente, conversando de tantas cosas con la mirada en el filo de la montaña.



María (nombre supuesto) resultó ser buena caminante, y nosotros, con una edad entre 20 y 23 años y condiciones de deportistas, hicimos la dupla ideal para esa complicada empresa y siempre entre los primeros del grupo compuesto por unas 20 personas. Llegados a la cima, nos sentamos a descansar y divisar hacia oriente las lagunas y el paisaje enorme y hacia occidente la Luspa, no menos maravillosa. De allí la bajada era fácil y todo hermoso con un sol brillante y motivador. María sacó de su mochila unas naranjas y nos sentamos a chupar y conversar de muchas cosas. Me sentía feliz. Era un día espléndido y comenzaba a rondar Cupido.
Luego proseguimos por un sendero, a ratos trotando y riendo, todo en goce de la máxima armonía natural. A poco ya nos encontramos en el borde de la laguna. Todo resultó completamente fácil. Fuimos los primeros seis u ocho en llegar. El plan no podía ser más perfecto: pescar, preparar alimentos, servirnos alimentos juntos, hacer una fogata por la noche, en fin. A poco llegaron los amigos y el resto de excursionistas pero también nuestro guía con las manos vacías. ¿Qué había sucedido? La acémila que transportaba nuestras cosas se había empantanado y el hombre nos pedía que le acompañáramos para rescatar al animal y los equipajes, “allá arribita nomás”. La despedida de María fue rápida, pero recuerdo que hubo una expresión de pesimismo y preocupación en ella, y no quedaba más, le ofrecí apurarme y volver en no más de una hora. Jamás sucedió de esa forma.



Queriendo resolver el asunto lo más pronto posible -pero confieso, con una buena dosis de ingenuidad- tomé la delantera mientras mis compañeros venían lentamente y de mala gana, conversando y sin apuro alguno. Al comienzo yo les llamaba a unos cien metros de distancia para que se apuren, luego les silbaba y me respondían, pero después solo escuchaba el eco. De pronto comenzó a bajar la neblina, gritaba pero ya nadie me respondía. Sin embargo no perdía la serenidad y continuaba caminando…hasta que perdí la ruta, la espesa neblina no me permitía ver casi nada. Estaba extraviado por completo.


Vestía apenas un bluejean, una casaca de nylon, llevaba unos pocos cigarrillos “King”, una caja de fósforos y unos diez sucres. Mi reloj marcaba las once de la mañana. Quise volver a la laguna pero no encontraba el camino, quise ascender hacia el filo de la montaña, tampoco podía. Recordaba un incidente de unos meses atrás cuando un joven se extravío por esos mismos lugares y lo encontraron muerto tres días después, se había roto un tobillo y eso le costó la vida. Vino a mi mente que alguien dijo que en esos casos no se debe perder la serenidad, no hay que dejar de caminar, y en caso de llegar la noche no queda más que buscar un refugio pero jamás dormir, porque eso resulta fatal. Mi reloj “Invicta” marcaba las cinco de la tarde. Me quedaba poco tiempo. Me acordé de Dios, como nunca, lo había olvidado años atrás. Si oscurecía era hombre muerto y no se sabe en qué condiciones. Ya eran las seis de la tarde, el tiempo comenzó a correr rápido. Se venía la noche de forma acelerada y la neblina continuaba. De pronto, no sé por qué pero asomaron las cascaritas de naranja en el camino. Creo que un Ser Superior lo había planeado. Esas huellas me salvaron. Me aferré al camino como pude y me di cuenta de que estaba próximo a la cuchilla, a donde llegué gateando, desesperado. Del filo divisé una luz lejana, era la casa de don Lizardo.


Comenzó mi etapa de salvación. Iré hacia esa luz como sea, me dije. Pero no fue nada fácil: cañadas, oscuridad, trampas, ganado suelto, subidas y bajadas que a veces me impedían ver la luz, y así, despedazado, con las manos sangrantes, los codos, las rodillas, los zapatos rotos, llegué. Los perros ladraban en la entrada de la posada, me querían atacar pero salió don Lizardo y dijo no creer lo que veía. Me ofreció un jarro de café caliente y un pan. Ha vuelto a nacer, me dijo. Aquí el que  se pierde se muere. Es un milagro, exclamó. Jovencito, ha llegado un jeep y el dueño está en mi casa y ya mismo se va a Sayausí, debe regresar a Cuenca. Así lo hice y después todo quedó atrás, nadie se enteró, nadie me buscó, a nadie hice falta. Eso no importaba, lo que sí, desde entonces, todavía no comprendo por qué sucedió. ¿Hubo un propósito detrás de todo esto? Las cosas en la vida y en el mundo no suceden porque sí. Ya son muchos años y hoy flota en nuestro pensamiento la duda e incredulidad de ese milagro. Aquel día ¿qué iba a suceder? ¿Qué ha sucedido desde entonces? ¿Cómo debemos entenderlo?

César Pinos Espinoza
cesarpinose@hotmail.com