miércoles, 7 de mayo de 2014

Relatos de un explorador. "Anocheció en la mitad del día”




    Los hispanos no creían lo que se presentaba ante sus ojos. Contemplando tanta riqueza estaban pasmados, fascinados por el oro, y sin embargo, eran visiones no exentas de peligro. Con todo, temor y riesgo, comenzó el saqueo. Apresado Atahualpa en Cajamarca, se vio claro el principio del fin. El arte de las preciosidades no interesaba, importaban el oro y las piedras preciosas. Fundieron las piezas más hermosas y la codicia infernal no se apartó ni un momento de los extraños. Cargas de oro y plata del increíble templo de Pachacámac, no muy distante de la actual ciudad de Lima, empezaron a llegar para el rescate del Inca. Espigas de maíz de oro y fuentes de aves de oro, las reservaron para el rey de España; el capitán Pizarro se apoderó de la litera de metal precioso del inca quiteño, poco antes aprehendido y humillado, y todo el resto que hasta el momento habían robado, se repartieron como locos, sin que esté ausente en cualquier momento una disputa a muerte entre los propios conquistadores.

   Se hallaban tan abrumados por la colosal riqueza, que fácil habría sido un ataque indígena para matarlos a todos y rescatar al rey, pero extrañamente no sucedió. La mortandad en el momento de agresión en Cajamarca, el espanto y la sorpresa en la plaza dejaron a los indios sin ninguna capacidad de reacción. No entendían lo que estaba sucediendo, habían entrado en shock, en instantes de incertidumbre e indecisión para contraatacar a su enemigo de reducida tropa, más todavía cuando a pesar de su gran número, se vieron solos, huérfanos de un líder para arremeter con furia no imaginable sobre los recién llegados. Rumiñahui, tan importante poco antes en la guerra contra Huáscar, ahora en momentos tan cruciales, estaba ausente. Y para mal de los males, fue el acabóse cuando vieron a Calicuchima, uno de los generales de Atahualpa, llegar mansamente, confundido, abrumado y atrapado por la tropa de Hernando Pizarro.

    Las crónicas cuentan que cuando Calicuchima llegó al lugar en que se hallaba Atahualpa, la entrevista con su señor fue dramática. Terrible y respetable en tantas oportunidades, entró en el aposento, esta vez temblando, de rodillas y con la cabeza agachada, y al ver al inca preso, se le fueron las lágrimas. “Estos de Caxamarca no supieron defenderte –le dijo--; si yo hubiera estado aquí con los puruhás y los caranquis, esto no habría sucedido. El inca sonrió”, relata Benjamín Carrión en su libro “Atahualpa”.

    Llegó el día fatídico. Días antes Atahualpa le había dicho a Hernando Pizarro, “cuando te vayas me van a matar tus compañeros. No me abandones”. Ese 29 de agosto de 1533 –algunos dan otra fecha-- el rey del Tahuantinsuyo caía ajusticiado por la mano bárbara, con la venia del clérigo Valverde. “En los rincones de la plaza, como borrachos, los indios escuchaban los estertores agónicos del hijo del Sol”. El gran imperio caía en pedazos. Una raza de millones de seres humanos recibía el tajo final para que no despierte en siglos. Dicen que una mujer zarza, ante la noticia fatal, expresó: “Chaupi punchapi tutayaca”. Anocheció en la mitad del día.

César Pinos Espinoza