Ascendíamos desde la playa del río Cañar
caminando por un tortuoso sendero que me pareció interminable. Poco a poco iba
quedando atrás la lejana población de Gualleturo y ahora nuestras fuerzas y
objetivos se centraban en Ger, un misterioso, escondido y solitario rincón
situado al pie de la montaña, frío y desesperante como pocos, como su gente,
dormida en la tradición de siglos.
Ningún aliciente: cuatro casas separadas
entre sí y unas veinte lejanas visibles pero también separadas unas de otras.
Nada qué comer ni líquido para beber.
Un hombre comedido nos indica una choza que
decía que es tienda, allí encuentro a Mama Úrsula, una mujer indígena de casi
cien años que todavía conserva la belleza de su rostro. Creo que fue muy atractiva
en su juventud. Con una gaseosa en mis manos converso con ella. Me cuenta
pacientemente --como los viejos que relatan sus historias-- varias cosas
interesantes.
-
Conocí a la Niña, yo la acompañaba y cuidaba, contaba la mujer.
En realidad fue nana de doña Florencia
Astudillo, aquella mujer potentada que tenía haciendas --herencia de sus
ancestros terratenientes-- por doquier, que ni sabía hasta dónde llegaban,
aunque algunos señalan que iban desde el río Cañar hasta Gapal en Cuenca.
-
Yo nací aquí en la hacienda, nunca me casé ni tuve hijos. Ella me llevó a
Cuenca varias veces, los señores me quedaban mirando siempre, creo que les
gustaba, pero les tenía miedo. Un día la Niña se fue y no volvió jamás. Dijeron
que había muerto.
-
¿Qué pasaba haciendo la Niña?
-
Pasaba metida en un cuarto, a veces bordando con un tambor, leyendo unos libros
de pastas de cuero, o bajaba a un cuarto para ver a unas mujeres desgranando mazorcas de maíz
traídas desde la hacienda de Cañar, así pasaba. Rezaba al atardecer o arreglaba
con aguja unos vestidos largos, livianitos y muy lindos y llenos de encajes que
tenía y le habían traído de muy lejos. Allí en la casa de hacienda hasta hace
poco había un cuadro de ella jovencita, con moño, elegante. Ya ha desaparecido,
decían que era pintado por un Alvarado. Sólo han quedado unas sillas de
esterilla y una mecedora que usaba para sentarse y mirar en las tardes por la
ventana todo el gran valle que da a la costa.
-
Los geresanos son de "buen paso", era el comentario de los allegados
a doña Florencia en su entorno social, es
decir, siendo jóvenes y fuertes, transportaban en “guandos” a personas y cosas
con toda facilidad y a grandes distancias. Ella podía asegurarse la comodidad, "que ni sentía el
viaje". Los indios no mostraban cansancio e iban a paso uniforme.
Esa tarde y noche los geresanos tenían una
reunión con personas que habían llegado de Cañar para ayudarles en la
instalación de agua para uso doméstico, porque los indios vivían como quiera y
sus chozas daban claras muestras de descuido y desinterés, no eran muy amantes
del trabajo pero sí del alcohol.
Previamente un "japaridor" o "gritador" se subía en
una loma y en su lengua nativa a gritos convocaba. Muy lejos respondían que ya
acudirán, mientras unas doncellas me traducían los mensajes y se reían por el
contenido gracioso de los mismos:
-
¡Ya vengan, no sean sinvergüenzas!
Esa tarde, apenas anocheciendo comenzaron a
llegar. Todos, escondidos en su poncho oscuro, acurrucados por el frío fueron
tomando ubicación en el cuarto que era aula de clase de la descuidada escuela.
Las mujeres igual. El único candil asentado sobre una banca mostraba los
rostros duros, serios y viejos de los principales. Yo los miraba, no sin temor
a cada uno de ellos. Algunos me miraban y comentaban algo en voz baja. Todos
estuvieron adentro, menos una mujer que se quedó en la puerta y apenas en la
sombras dejaba ver que miraba al interior de ese pequeño recinto. No le alcancé
a ver el rostro, pero creo que tenía un moño y vestía un traje largo tapada con
una especie de manta y mostraba apenas medio cuerpo. Por qué no entrará, pensé.
-
Hay una señora en la puerta, háganle entrar para que se siente, pedí.
Se
levantó el síndico Silvio y volvió de la entrada enseguida.
-
Ya no hay nadie.
-
Hay una mujer que se quedó en la puerta, insistí.
Los
indígenas se miraron unos a otros y me miraron con extrañeza.
-
Otra vez la Niña ha regresado, exclamó uno.
Hubo
silencio profundo. Me quedé pensando un instante.
-
Creo que no debo mostrar temor, aunque hay un suficiente motivo para ello.
-
¡La Niña ha regresado! ¡Qué cosas!
Ahora no hay que temer solo a los indios
vivos y bravos sino también a los muertos que vienen de visita.
Pasó el momento de tensión y hablaron del
tema que los había convocado. Un jarro de trago empezó a circular y los ánimos
se distendieron. Esa noche me contaba Antonio, ya bordeando los 90, que de
pronto a la Niña se le ocurría viajar desde Ger a su hacienda de Cuenca, esto
significaba que un mayordomo tenía que de inmediato reclutar a un buen número
de peones con sus propios "fiambres" o "tongas". El viaje
con tambos y todo duraba tres días. Iba arriba muy cómoda y sin sentir el viaje,
acompañada de dos perros negros. Preparaban un chancho horneado para
alimentarlos en el camino, mientras los indios "guanderos" comían su
propio "charqui" y bebían agua de las acequias y quizás una
"fuerza" de trago de ellos mismos en el camino. Al final llegaban a
la hacienda de Chaguarchimbana, entre El Vergel y Gapal, desde cuyos balcones
la mujer solterona arrojaba algunas monedas a los indios como pago por el
servicio, pero con la condición de que "no gasten en trago y lleven ropita
para los guaguas".
El tema tomó interés entre todos los
presentes, nunca habían hablado de ello. En el tumulto uno de ellos no logró
coger nada y tuvo que quedarse en la hacienda tres meses trabajando para poder
regresar a Ger, mientras su mujer e hijos quedaron abandonados a su suerte. Casi
nunca vieron a hombre alguno con ella en la hacienda de Ger, dijeron, salvo un
señor que se supo era su hermano venido desde México pero que regresó enseguida
y no volvió jamás. En 1989 la casa de Chaguarchimbana estaba casi en ruinas,
pero después fue restaurada, igual que la Quinta Bolívar de Gapal.
-
¿Le guardan rencor a la Niña? Les pregunté esa noche entre el ir y venir del
amargo licor que afanosa una india vieja repartía con un jarro.
-
No, ella era buena con nosotros, no nos castigaba.
-
¿La recuerdan a menudo?
-
Ya casi nada, decía Pedro, un hombre muy viejo. Ha pasado mucho tiempo. Pero la han visto de noche “caminando por los
cerros con sus dos perros negros que botan candela por los ojos...”
César Pinos Espinoza.
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