Los periodistas dejan sus credenciales en la garita de
la entrada. Los soldados arrancan de su uniforme el velcro que les identifica
por su apellido, y los guardas —policías militares— solo portan un número por
toda identificación. En el teatro del absurdo en que se ha convertido el centro
de detención de Guantánamo, los soldados que dan atención médica a los presos
encerrados en la base naval estadounidense en territorio cubano se hacen llamar
por nombres tomados de obras de Shakespeare. Así, la psiquiatra es Dionisia
(tomado de la obra Pericles, príncipe de Tiro), que confiesa, ingenua, no saber
muy bien las razones por las que los reos no reclaman sus servicios de sanidad
mental.
Cuando pasan pocos minutos de las cuatro de la
madrugada reina un silencio absoluto dentro del Campo 6. Se acerca la plegaria
de las cinco, que, debido a la redacción de un guion esperpéntico, se permite
escuchar a la prensa, como si el rezo de los prisioneros se tratase de un
espectáculo de tortugas desovando o de la exhibición del último oso panda
llegado a un zoo. De manera paralela, los guardas —la mayoría, entre los 19 y
los 21 años, unos niños cuando se produjeron los ataques del 11-S y George W.
Bush iniciase la guerra contra el terrorismo— preparan los desayunos, de los
que más de un centenar acabarán en la basura. En Guantánamo están los mejores
hombres de la nación sirviendo a su país”, dice el coronel Bogdan.
“Nuestras órdenes son seguir las normas que se aplican
en las prisiones federales de EE UU y alimentar a la fuerza a los seguidores de
la huelga en peores condiciones”, asegura uno de los médicos al frente del
centro sanitario, exclusivo para los reos (los militares de la base son
tratados en un hospital distinto). “Hasta que no nos ordenen lo contrario, esa
práctica no va a cambiar, no dejaremos que ningún detenido muera de hambre”,
asegura este miembro de la Marina que salpica su discurso con la frase: “Yo
cumplo órdenes”. “Aquí, todo se hace siguiendo la más absoluta legalidad”,
explica, y refuerza su tesis con el siguiente argumento: “Mi madre me llama
asustada por todo lo que lee sobre Guantánamo, y yo solo puedo tranquilizarla
diciéndole una cosa: ‘Mamá, estoy orgulloso de lo que hago”, dice este hombre
en la cincuentena.
Lo que este comandante de la Marina hace, al menos dos
veces cada día y con ayuda de otro militar, es atar a una silla
—específicamente diseñada para esta labor— al preso que debe ser alimentado, y
que llega allí por su pie o a la fuerza. Una vez atado se le coloca una máscara
sobre la cara que impide que mueva la boca, así como que pueda morder o
escupir. Hasta aquí el primer paso. El segundo comienza con la aplicación en
las fosas nasales de un lubricante quirúrgico —“también vale aceite de oliva”,
apunta el comandante mostrando un bote de plástico relleno de un líquido
viscoso de color verde— antes de introducir un tubo por la cavidad nasal. Según
los abogados de los detenidos, en este punto sus clientes se quejan de sufrir
un dolor intenso y no poder dejar de lacrimar, ya que en esa zona existen
muchas terminaciones nerviosas.
El enfermero de turno relata en menos de ocho segundos
lo que sucede a continuación, pero para los presos, aseguran sus letrados, se
trata de una agonía que parece no acabar nunca. El tercer paso se inicia con el
descenso del tubo quirúrgico por la garganta hasta el estómago, que hace que se
haga difícil la respiración y se produzca la sensación que algunos describen
como ahogamiento. “Todo el procedimiento dura 20 minutos”, asegura el
uniformado que con frialdad quirúrgica ha explicado el desagradable proceso.
“Puedo garantizar que no es doloroso, yo me lo he hecho a mí mismo”, explica
este sargento segundo que, como todos los demás, practica el anonimato y se le
conoce solo por la denominación MED-OIC (sanitario; oficial al cargo).
Sobre Guantánamo solo se sabe una parte de la
historia, la que las autoridades militares quieren contar y que, en un acto de
circense transparencia, publicitan con las visitas al penal, indeleble mancha
en el historial de derechos humanos de Estados Unidos. La prensa no tiene
acceso a los presos, 86 de los cuales han obtenido el visto bueno para poder
abandonar la isla y ser transferidos a terceros países y, sin embargo, ven los
días pasar sin que nada suceda. Algunos llevan 10 años encerrados sin cargos.
De los 166 que quedan —a mediados de la década pasada llegó a haber cerca de
600—, 151 están calificados bajo la etiqueta “bajo valor”. Solo seis enfrentan
estos días las audiencias previas a los juicios que están por llegar: el
responsable del ataque con bomba contra el portaaviones USS Cole en 2000 en un
puerto de Yemen, Abd al Rahim al Nashiri, y los cinco supuestos responsables de
los ataques terroristas del 11 de septiembre. (Tomado de El País. Madrid).
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