No es que aquí, donde yazco ahora, se esté mal del
todo, ni tan bien como yo esperaba, así que no sé si esto es el Cielo o el
Infierno, o un sitio entre ambos. Sea como fuere, he creído necesario dirigirme
a todos vosotros en el 50 aniversario del asesinato en Dallas de nuestro
querido presidente, John Fitgerald Kennedy, al que, por cierto, no he visto por aquí. Siempre me evitaba, y
parece que esa costumbre no la ha perdido.
Mucho se ha hablado, escrito y filmado de aquel
magnicidio, y en todos los casos mi figura ha salido mal parada. No sólo por
eso, porque luego me empantané en Vietnam y me agobié tanto que no busqué la
reelección en el 1968 por mi partido, a pesar de que tenía derecho a otra
legislatura. Esto lo contó muy bien el tocapelotas de Norman Mailer en su
crónica para Esquire, El sitio de Chicago, que publicó el año pasado la
editorial Capitán Swing. Pero lo de JFK me marcó. Maldita sea, yo creé lo poco
que tenéis de estado social, acabé con la discriminación de los negros en las
instituciones y en las escuelas, aunque siempre seré el presidente que no supo
manejar Vietnam y tiró la toalla, pero sobre todo, sigo siendo para
muchos piedra angular de una conspiración que acabó con nuestro presidente Mad
Men (sí, yo también estoy enganchadísimo, y cuando mi esposa me dice que
soy tan guapo como John Hamm, tampoco me lo creo). ¡Qué injusticia! El día que
vea a William Shakespeare por aquí y le cuente mi historia delante de una
Budweiser, va a flipar conmigo y seguro que se pone a escribir de nuevo.
Yo no maté a Kennedy ni participé en ninguna
conspiración para que otros lo hicieran. He creído la hora de reivindicar mi
honor y de limpiar mi figura. Además, quiero aclarar algunos malentendidos y frases
sacadas de contexto que pudieron dar pie a pensar mal de mí. A ello me está
ayudando la reciente aparición de un libro que os recomiendo a todos, JFK. Caso abierto. La historia secreta del asesinato de Kennedy, del periodista del New Yotk Times, Philip Shenon, y que en
España, país que los texanos adoramos, ha publicado Debate en una traducción
con modismos latinoamericanos. ¡Incluso ponen la palabra ‘carajo’ en mi boca!
Pese a llevar el mismo título que la injuriosa película del chavista
procastrista Oliver Stone, este es un libro serio, donde no se crean que
todo lo que se cuenta de mi es bueno ni del todo cierto. Pero, al grano: yo no
maté a Kennedy. Eso es lo que importa.
Cuando mataron a Kennedy yo estaba amargado, aunque
alguno se sonría al leer esto. No sólo porque habían matado al presidente de mi
país y uno es ante todo un patriota. También porque el nombre de Dallas, ciudad
de mi estado de origen, quedaba manchado de sangre para siempre,
metafóricamente, claro, no como el vestido de Jackeline. Además, sabía
que muchos se harían la pregunta Cui prodest y me señalarían a mí. Es
cierto que yo hice alusiones desafortunadas sobre la posibilidad de que JFK
muriera en el cargo, pero eso no me convierte en asesino, sino que confirma que
yo, pese a ser del sur, tenía sentido del humor. Una vez una amiga me preguntó
por qué había aceptado ser vicepresidente, y yo respondí, como consigna el
libro, que “uno de cada cuatro presidentes ha muerto en funciones. Soy un
apostador, querida”.
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