Quito se convulsiona desde
las primeras horas de la mañana. Miles de vehículos materialmente vuelan por
las avenidas hacia objetivos diversos movilizando a más de un millón de
personas. Este periodista circula por el medio más eficaz, quizá cómodo a
cierta hora, el colectivo, por la avenida occidental con rumbo norte hacia la
Mitad del Mundo. Pretendo, siquiera por un par de horas, disfrutar de la
tranquilidad y lugares más o menos atractivos, exentos de bullicio y peligro.
En 30 minutos me encuentro
en Pomasqui y a continuación en San Antonio de Pichincha. El calor es
insoportable, pero en cambio tengo a mi favor cierto ambiente de pueblo y la
posibilidad de caminar despistado, sólo pensando en mis dos objetivos:
Rumicucho y los monumentos que recuerdan a la Misión Francesa, agradeciendo eso
sí, el poder hacerlo con toda la libertad del mundo y el poseer la capacidad de
extrañamiento ante cosas aparentemente simples y sin importancia para el común
de los mortales.
Un dólar y medio cobra una
camioneta para transportarme desde San Antonio hasta Rumicucho en
aproximadamente quince minutos. Dejo entonces el pueblo bullanguero y
desordenado para sumergirme en el pasado y meditar durante un buen tiempo sobre
lo que fue ese lugar desde el 1450, antes de la llegada de los conquistadores
españoles. No está por demás manifestar que la carretera que conduce al sitio
se encuentra en buen estado, pero en cambio, después será “regreso del músico”,
como quien dice, para hacer deporte.
Rumicucho, según tengo
entendido, es el mejor testimonio del poder Caranqui, y luego del imperio
incásico que los sojuzgó en el norte, pero que con poco tiempo, alrededor de cuarenta
años, tuvo oportunidad de hacer sentir la gran fuerza e importancia del
Tahuantinsuyo hasta la llegada de los españoles que, ansiosos de oro y
riquezas, lo destruyeron todo, lo cambiaron y pisotearon, tratando de poner las
cosas al revés, quizá por temor e impotencia ante esas civilizaciones hermosas
del pasado que no las entendieron ni las soportaron. Caranquis e Incas
constituyen un episodio aparte y fundamental de la historia pre-colombina en
nuestro país. El choque de estas culturas produjo uno de los desastres más
terroríficos y sangrientos que registra la invasión incásica en nuestro suelo.
Los cronistas cuentan que treinta mil Caranquis, por rebeldes, fueron pasados a
cuchillo y arrojados en una laguna que después se tiño de rojo. Sería “Yaguarcocha”,
el lago de sangre. Pero resulta que esos guerreros sacrificados eran de la
estirpe de Pacha, aquella mujer bella y valiente que llegó a conquistar el
corazón del más grande guerrero y estadista que vieron estas tierras, Huayna
Capac, nacido en Tomebamba, tierra Cañari. Paradojas de la historia, los
“guambracunas”, crecerían y más tarde cobrarían venganza dentro de las huestes
de Atahualpa contra los peruanos venidos desde Cuzco por las pretensiones de
Huáscar para gobernar todo el Imperio, y hermanados con Cañaris, incluso ahogarían
al propio medio hermano en Jauja.
Cuartel,
templo, tambo y taller
La piedra de los muros está
colocada con simetría y tiene el color rojizo, pegada con algún material a
manera de cemento de origen volcánico. Existen huellas de varios recintos,
galerías, patios y escalinatas; es posible que haya servido para actividades
rituales, para observación y para control militar. El pucará de Rumicucho es
parte de una cadena de construcciones similares para objetivos militares y
religiosos, como los de Capillapamba, Palmitopamba, Chacapata, Guayllabamba y
Quitoloma. La función era múltiple: cuartel, fortaleza, templo, tambo y taller.
Desde ese lugar se disponía de una amplia y magnífica visibilidad hacia los
cuatro puntos cardinales.
César Pinos Espinoza
cesarpinose@hotmail.com
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